El muro, diez años después. El muro que, a pesar de su repetición en todo el mundo, nunca se conformará con ser un sólo muro. Más que nunca, se impondrá como un inicio, un nuevo comienzo, un regreso. Portador de sentido y de esperanza.
Quizás algunos aguafiestas dirán: “otro muro”, como si desearan que se construyera el menor número posible. Es cierto que los malintencionados que prefieren ignorar la esencia de las cosas a veces tienden a reducir un muro únicamente a su función de separar, haciendo caso omiso a su fuerza protectora en muchas circunstancias. Desde tiempos inmemoriales, convencido de esta función protectora, frecuentemente el Hombre ha decidido expresarse en los muros, desde las obras de los artistas de Lascaux o Altamira hasta los grafitis del extrarradio de nuestras ciudades. Sí, los muros siempre han querido hablar, dar testimonio, calmar, proteger. Es como si, con su presencia irremediable, les gustara convencerse de su capacidad para crear un futuro sólidamente arraigado en el pasado.
De hecho, hay que reconocer que, a menudo, alguien se esconderá detrás de un muro, y que esa persona no duda en dirigirse a otra. Dado que permite expresarse, el muro hace posible, con una intensidad particular, una transmisión social siempre dispuesta a superar la mera dimensión simbólica. Entonces, frente a este muro de evidencias, cuántos de nosotros nos preguntaremos: ¿Para quién? ¿Para qué?
Olga Luna enseña a los niños a mostrarse, bajo la apariencia de máscaras en negativo de yeso y cenizas, reunidas en una obra colectiva.
Tanto en la Amazonía como en Papúa Nueva Guinea, se construyen casas cuando llega el momento de garantizar la renovación de la sociedad permitiendo que los jóvenes dejen la etapa de la infancia para entrar en la categoría de los hombres, los individuos que van a contar en la sociedad y que tendrán derecho a formar una familia. La iniciación comienza con el montaje, entre todos, del tabique, principio evidente de una ruptura que pasa por algo similar a una pequeña muerte y debe permitir entrar, con el mismo impulso, en el extenso campo de la conciencia del mundo y en campo, no menos amplio, de las decisiones individuales imbricadas en la creación de una voluntad colectiva. La ceremonia de iniciación va acompañada de una serie de pruebas aceptadas voluntariamente y con todo el orgullo necesario. Lo que está en juego es un auténtico renacimiento, la separación de la niñez y el mundo femenino, la entrada a una nueva sociabilidad, a salvo de las miradas de los que hubieran podido acostumbrarse a ver únicamente el mal, o los que se apiadarían en vano del destino de una juventud perdida.
En la época de los mayas, en el antiguo México, los príncipes eran enterrados con el rostro cubierto por una espléndida máscara mortuoria que se creía les abría el camino de la inmortalidad. Aquí, el muro no se conforma con una única máscara de niño, sino que ofrece una multitud de máscaras en negativo, con ojos vacíos que, a partir de ahora, se sienten lo suficientemente fuertes para poder perforar cualquier coraza. ¡El negativo! De nuevo un renacimiento, quizá la otra cara de una aspiración a abandonar una envoltura ajada para expresarse con una visión renovada del mundo; una vida de cada instante que se alimentaría del pasado, de los depósitos sin forma del pasado, de los restos abandonados a lo largo de un camino opuesto a la esperanza.
La máscara es artista y tema al mismo tiempo, conserva el momento que decidimos construir paso a paso, mientras que, antes, muy pocos concedían a estos niños un lugar en la historia. De este modo, el muro da a conocer lo invisible. ¡Qué extrañas cabezas en el muro, las de aquellos que, sin darnos cuenta, a veces se quedaban en la calle, aquellos que, sin duda, se veían privados para siempre de toda nostalgia! Ahí están los que, al participar en la obra de arte, se proyectan en el tiempo en un movimiento colectivo que, tal vez, borrará su impresión contagiosa de estar irremediablemente desamparados en su soledad.
Niños que se expresan en el centro de un proyecto creativo, que para ellos es una manera de entrar en este siglo, a pesar de todo. Y, sin duda, de beneficiarse de una forma de protección que, al fin y al cabo, habrán elegido. Juntos, dejan atrás el presente, contribuyen a la obra en la medida de la dimensión temporal que se presenta ante ellos, y que están dispuestos a reivindicar, pese al qué dirán, y pese al malestar que sienten sobre su rostro ignorado, mientras sus facciones comienzan a adquirir forma bajo la capa de yeso. Hay una especie de reto en esta forma de aceptar congelarse en el muro, en el tiempo. Porque, al dejarse ver, se ven sobre todo a sí mismos y, finalmente, pueden ver más allá, atrapados en una dinámica atravesada por el futuro. Finalmente, se insinúa en estos jóvenes un sentimiento de pertenencia. Me veo, me pertenezco. Soy una obra de arte a la que yo mismo doy forma, se me ve, pertenezco a este grupo, a esta casa del barrio, a este muro que, sin mí, no tendría realmente sentido. Después de haber experimentado este proceso de creación, finalmente puedo dar. Dejo ver algo más que las certezas ciegas que hasta entonces tranquilizaban a las personas del otro mundo.
Han pasado diez años y, durante este tiempo, el muro ha atravesado otros tantos lugares. ¿Acaso estos niños, mayores de diez años, conocen ahora esta sensación de estar en el mundo en cada momento? A partir de ahora, su historia es una historia de elección, la elección de una historia de la que probablemente no se creían capaces. Diez años antes, al decidir edificar el muro ¿sabían que, sobre todo, se les brindaba la posibilidad de construirse un techo?
Dominique Fournier (CNRS/FMSH)