Pinturas

Pliegues de luna

Esto se llamaba pajarita, creo, pajarita de papel, y sin embargo, al mirar el diccionario, la palabra designaría más bien los aviones que hacíamos volar en clase o en el patio del recreo, mientras que aquí, se trata de una hoja plegada en la que se deslizaban los dedos en cuatro compartimientos que se manipulaban de dos en dos, contando o descontando, y en un determinado punto el movimiento se paraba, aparecían facetas, con su dibujo o su sigla, y se levantaba la cara interior del compartimiento detrás de la cual se encontraba un mensaje. ¿Qué preguntábamos? ¿Cuál sería el destino, el azar, qué declaración de amor, qué suerte o mala suerte? No lo recuerdo. Sólo queda la visión de los gestos, rápidos, casi imperceptibles, y la parada brusca. Como la modesta ruleta de un juego de azar reducida a cuatro caras. Estas pajaritas, llamémoslas así, las hacíamos con esmero, había que saber plegarlas, y dibujar a la vez la cara expuesta y la oculta, todo un arte de la infancia donde, me parece, las chicas destacaban más que los chicos. Una vida en los pliegues.

“Esto no hace un pliegue”; esta expresión francesa que implica que no cabe la menor duda, designa la violencia de la evidencia, de esta evidencia de la que siempre desconfié, por considerarla demasiado a menudo arrogante y tonta.

El pliegue es el principio del sentido, su acto inaugural o su primera condición. Tome una amplia extensión plana y lisa: no pasa nada (sino por extinción de un sentido que precede). Haga un pliegue y aparece el sentido, oponiendo una parte izquierda y una parte derecha, o una parte superior y una inferior, o una superficie mayoritaria y otra minoritaria, etc.

Los pliegues de los rostros, sus arrugas, como las marcas del tiempo: de niño, aprendí con mi padre a calcular la edad de los árboles contando los anillos que aparecían en círculos concéntricos en el corte de un tronco.

La gente que ríe tiene más pliegues, sobre todo en la prolongación de los ojos.

No sé por qué efecto de mitigación del tiempo, por lo general las máscaras no tienen arrugas, ni los moldes, como si se encontrara una virginidad por la magia del duplicado, de la copia. Lo mismo sucede con las máscaras mortuorias. El rostro recupera un aspecto de bebé, de bebé dormido. Pero dos agujeros en lugar de los ojos, y el dormido se transforma en fantasma extático, en esta presencia-ausencia tan inquietante que puede emanar de las máscaras.

Olga Luna: la luna, sus ritmos, sus apariciones y desapariciones, sus transformaciones.

En un gran conjunto de cajas compuesto por seis hileras por diecisiete, realizado por Olga Luna en La Seyne-sur-Mer (y quizá también en otros lugares) hay cinco espacios vacíos: dos arriba a la izquierda y tres arriba a la derecha. Extraña disimetría. Y, ¿a qué corresponden estos vacíos? En el número, busque siempre la ausencia, el vacío, el agujero.

Una serie de máscaras lunares, en sus respectivas cajas, como esta muchedumbre que tanto fascinaba a Edgar Allan Poe, donde cada rostro parece remitir a un tipo bien conocido, donde se elabora y tranquiliza una clasificación, eficaz sistema de identificación, hasta el momento en que surge un rostro (¿una máscara?) que no se parece a nada, que no remite a nada: el narrador de Poe, en El hombre en la multitud, le persigue toda la noche a través de los barrios de Londres, pero en vano: no desvelará su secreto.

El misterio del rostro puede expresarse o abordarse mediante una multiplicación, una pluralidad, una serie construida sobre la variación (ningún rostro es igual a otro) y la repetición (siempre es un rostro, un rostro humano). También puede derivarse en la repetición obsesiva de lo mismo: de un mismo que nunca sería el mismo, nunca exactamente.

En la infancia, además de las pajaritas de papel, y ya con más edad me parece, teníamos los caleidoscopios, algunos confeccionados por nosotros mismos, en la escuela, y el mismo efecto de movimiento, con la necesidad de descubrir algo (un mensaje, un motivo) cuando se detenía. Más tarde, leyendo a Proust, redescubrí la palabra y el objeto, el caleidoscopio, como motor y principio de la verdad de la mirada sobre el mundo: en movimiento, descomponiendo y recomponiendo sin cesar las realidades que pierden su magia al hacerse estáticas.

Olga Luna procede mediante pliegues con el lienzo de lino. Un trabajo meticuloso, fino y preciso, que estría sutilmente el lienzo (elegido por su delgadez) y deja una marca imborrable (¿ha intentado descoser el dobladillo de un pantalón que con los lavados ha encogido demasiado? Batalla perdida).

Los pliegues toman la luz. La captan o la refractan de otra forma, según la posición que se adopta frente a ellos.

Mediante el pliegue, el cuadro de Olga Luna toca a la escultura, acercándose así a la máscara. ¿Qué hay detrás de los pliegues? ¿Y en los pliegues? Amplia cuestión de la que tanto se ha ocupado la filosofía.

Con la palabra pliegue, pienso en Michaux por supuesto. Pero también en Gilles Deleuze. Por casualidad, el día anterior a comenzar a escribir este texto, encontré en una librería, en Burdeos, un libro de fotografías dedicado a Gilles Deleuze. Todos estos pliegues están en su vida. Se encuentra esta inteligencia, visible, casi palpable en la textura de la fotografía. También se aprecia esta dulzura, muy perceptible con sus hijos. Parece preguntarse qué es tener un hijo. Lo que pasa y sucede en los pliegues.

Los pliegues de Olga Luna están hechos con minucia, con precisión, no atraviesan el lienzo, sino que dejan un espacio, crean un territorio discreto y delicado, apenas perceptible, como un trazo que se distingue sin separarse de la superficie virgen (la reserva) o pinta lo que le rodea.

Así pues, aquí, el pliegue se detiene. Tiene un tope preciso, al milímetro. La parte artesanal del arte siempre me ha gustado. La fábrica. El amor de la fábrica.

El plegado puede ser simple, una sola dirección en paralelo, o llegar a una especie de estrellado por acumulación de cuatro ejes de pliegue. A partir de entonces, hay como sobrepliegues, más salientes, más marcados.

La forma es casi siempre geométrica. Un rectángulo. Un cuadrado. Un triángulo. Un círculo (me imagino que aún más complicada y delicada de realizar que las demás). Y después, una forma más irregular, como una masa rocosa, o una nube. Y de pronto, un rostro. Un rostro en los pliegues, o sobre los pliegues, un rostro dibujado en el territorio de los pliegues.

En otros lugares, el dibujo se convierte en fotografía. ¿Es el mismo rostro? ¿El mismo modelo? Quizá. Sin duda.

Hay una fotografía. Una sola. Más o menos ampliada, pero siempre la misma. La de su hijo, Olivier, de veinte años (para la anécdota). Siempre la misma, y nunca idéntica debido a los pliegues. Porque este rostro está plegado en todos los sentidos. Explora todos los pliegues del sentido. Apenas lo reconocemos de caja en caja, por un efecto de anamorfosis que, por supuesto, nos recuerda no sólo el caleidoscopio, o la pajarita de papel, sino también las lecciones del cubismo, esa distorsión del plano que se convierte en portador de varios puntos de vista sincronizados y simultáneos. De pronto, el rompecabezas de estas anamorfosis se vuelve tan enigmático como los rostros-máscaras, como todas estas personas surgidas de todas partes y de ninguna, y el retrato del hijo, multiplicado de este modo, se convierte quizás en una inquietante recomendación de búsqueda. ¿Qué es un hijo? ¿Qué es un niño?

Bernard Comment
junio de 2006
Traducción de Javier Lillo del Valle