“Crónica, máscaras”
Y la arcilla se derrama sobre mi, cremosa y fría, adueñándose de mis surcos, dominando las fronteras de mi identidad. Estamos todos acá, ahora, el gesto es nuestro ritual… una y otra vez sobre las mesas del taller: agua, revolver, vaselina, susurros, atención, dibujar el rostro.
Tranquilo, te voy a convertir en una obra de arte ¨… y esa caricia llega a mi como un abrazo extendido. Entiendo que no estoy sola, que a pocos metros hay un chico. Que él también va a dejar su huella, su rostro en el barro. En este gesto de confianza hay una especie de negro, de incertidumbre. Mi mirada ya no me pertenece, otros ven por mi, me acompañan, me guían. Soy un modelo cubierto por vaselina, dispuesto al oficio de las manos que jugaran a moldear mis facciones. Puedo sentir sus pasos buscando la arcilla.
Los niños preguntan, observan detenidamente cómo lo harán, en qué consiste la ceremonia que servirá de puente entre la palabra y la acción, que los convertirá en creadores ¿En obras de arte? Y yo sigo esperando, envuelta en mis reparos, cuestionándome el resultado de este experimento. Permanezco acostada y en alerta a la espera del milagro. En silencio. Mientras la duda corroe mis espacios internos y busco desesperadamente esa fe que se me escapa, que retoza a las escondidas.
La voz de Olga es un devenir que fluctúa con el movimiento aprendido de quien conoce, quien ha hecho este viaje muchas veces. En su voz está la calma del que guía, el que oficia: ¨ ¿Quieres dejarlo hasta acá? No estas obligada a hacerlo ¨. Sólo entonces comprendo que tiene razón, esta es mi elección. Yo quise estar aquí, yo quiero ver mi rostro de caliza , aquí nadie permanece si no lo desea. Los niños de La Colmena no aceptan otro modo, no se les puede retener. Sin embargo aquí están, a mi lado, como yo persisten en este punto ciego. Están ansiosos por aprender, sólo hemos compartido unos minutos pero me ofrecen sus palabras, tocan mis brazos. Este es un salto al vacío, la espera siempre es difícil.
Tengo permiso para abrir los parpados. Olga me sonríe y a mi otro costado: Estefany. No tiene más de ocho años, pero me observa con el peso de la calle y su fraguares, sus ojos ya no parecen de niña… Le tomo la mano y la aprieto, finalmente estoy lista para saltar.
De vuelta, con una pieza de arcilla en las manos observo como el ritual se opera una y otra vez sobre las mesas del taller: agua, revolver, vaselina , susurros , atención, dibujar el rostro. Este episodio todavía no ha terminado queda todo un día de trabajo, y los positivos de arcilla van saliendo uno detrás de otro para asombro de las miradas, de aquellos que como yo no están acostumbrados a confiar, miran con recelo y curiosidad el molde que tiene sus rasgos, es un juego de percepción.
No nos hemos percatado de que hemos comulgado juntos, en el hacer nos ensamblamos, ahora somos en el muro, en el colectivo. Josefina ve su rostro de luna, confió, se entregó también. Ahora Estefany espera bajo el barro mientras le tomo la mano en esas lógicas circulares que permite la vida. Le tomo la mano y siento que he devuelto el favor. Su máscara estará con la mía en el muro. La historia detrás de este momento, detrás de cada niño que decidió estar, está llena episodios bizarros y oscuros, son niños de la calle, conocen las fronteras, lo marginal, pero ese peso, ese rasgo semi salvaje que aún se conserva no los hace distintos de mi, de Claire, de Olga porque es el instante el que se cultiva en el oficio de la máscara, aquí y ahora se necesita el mismo coraje para confiar, la misma paciencia del sembrador. Hay un hecho plástico en todo este ritual, algo de todos dejado en el molde.
Creo entender lo que hace Olga. Quiero creer que soy con los niños de La Colmena, de Petare, Magdalena, en Francia, firmando un mural, accediendo a ese mito redentor del arte que habla de la trascendencia.
Ida Vanesa Medina P.
November 2009